Visión y fe. Con estas dos palabras Franklin D. Roosevelt, por aquel entonces gobernador de Nueva York, definió el icono de una era. Nos situamos. Es un 31 de mayo de 1931 y la Gran Depresión copa todos los titulares. Menos ese día. Ese día se inaugura un edificio, un emblema, que marcará la identidad de una ciudad, de una forma de ser y de vivir: el Empire State Building. Podría haber supuesto una ruina económica, pero no fue así.

90 años más tarde Nueva York disfruta de un skyline único marcado por sus numerosos rascacielos, pero ninguno de ellos representa mejor una ciudad y una cultura urbana. De hecho, si pensamos en un rascacielos, seguramente el Empire State sea la primera imagen que nos viene a la cabeza.

Referente contemporáneo

En 2021, en plena pandemia por la COVID-19, Nueva York afronta una situación de incertidumbre. Cierre de oficinas, llegada del teletrabajo y una caída exponencial de la demanda. Por poner un ejemplo, el centro neurálgico y más competitivo de Nueva York, Manhattan, dispone de una ratio inédita del 14% de oficinas disponibles. Un golpe duro para una ciudad que se alimenta del flujo económico de los impuestos y tasas a la propiedad.

Pero la experiencia del Empire State, construido en plena crisis económica, puede darnos algunas pistas sobre cómo afrontar esta situación. Un foco de certeza frente a numerosas preguntas.

El 40 Wall Street, el Woolworh Building, el Chrysler Building… el Empire State se construyó en pleno boom comercial del real estate por copar los cielos. Su desarrollo empezó tan sólo dos meses antes del crash, pero no decayó. Se tiró adelante pese a todo, salvando más de 3.430 lugares de trabajo necesarios para su edificación. Pero para cuando se finalizó, lo que se suponía que iba a representar un emblema de recuperación, se convirtió en más de 600.000 metros cuadrados de oficinas vacíos.

¿La historia de un fracaso?

Durante sus primeros años de vida el Empire State estaba en números rojos: el 75% de sus oficinas estaban vacantes. Al Smith, exgobernador de Nueva York, tomó el encargo de promover y salvar el edificio. Las primeras medidas consistieron en atraer entes gubernamentales para generar una mayor atracción. Le siguió el marketing: publicidad, ofertas especiales, eventos con famosos -como la visita del hombre más alto del mundo en el edificio más alto del mundo-, o King Kong coronando el edificio.  Los números no mejoraban, pero el cambio ya estaba en marcha.

También se empezaron a ofrecer servicios exclusivos e inéditos para los residentes: equipamiento, toallas, alimentos, teléfonos, áreas comunes, recepciones, etc. Además, se impulsaron espacios abiertos a la ciudadanía como el mirador de su azotea, y se negoció un reajuste en impuestos más bajos así como préstamos y ayudas para ocupar sus oficinas. No fue hasta 1960 que el Empire State llegó a generar beneficios con un 99% de ocupación.

De 1931 a 2021: la generación de valor añadido

“Se podría decir que el Empire State es un mirador con algunas oficinas”, afirma Jason Barr, economista de la Universidad de Rutgers. La clave del éxito no fue flor de un día y se cimentó en una estrategia dinámica y flexible para reposicionar el edificio. Una estructura capaz de adaptarse al momento para ofrecer unas prestaciones referentes e innovadoras.

Su eficiencia energética. la calidad del entorno y la mejora constante de sus prestaciones fueron pilares fundamentales para fomentar su competitividad en plena crisis económica. Una base vigente todavía, aunque haya dejado de ser el edificio más alto de Nueva York. Ecos no tan lejanos, de un presente mucho más sólido.

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